Jet lag
Tres y media de la mañana, el reloj me indica que es tarde; el mundo, que duerme, me susurra que debería estar dormido, y yo sigo aquí, dando vueltas en la cama, mirando al techo, despierto; escuchando todo tipo de ruidos extraños, como pasos, como si alguien estuviera sirviéndose algo en la cocina, como si alguien se levantara de la sala de estar y se dirigiera al baño de visitas. Hago caso omiso, prefiero pensar que es mi imaginación; además, no quiero levantarme y llevarme la sorpresa de ver algo para lo cual no estoy listo.
Culpo de mi insomnio a la disritmia circadiana o síndrome de los husos horarios, comunmente conocido como jet lag, cuyos síntomas consisten precisamente en la dificultad para conciliar el sueño, pero también la somnolencia diurna, el cambio de humor o irritabilidad, problemas de concentración y fatiga entre otros que, seguramente sentiré mañana, cuando todos se levanten, y yo tenga que estar despierto para retomar la rutina de la vida cotidiana.
Hace apenas unas horas estaba volando sobre el océano atlántico, desplazándome del Viejo al Nuevo Mundo, dejando atrás el futuro, regresando en el tiempo, intentando ganarle la carrera a la oscuridad; algo tan parecido a la vida diaria, entrando y saliendo de la zona de confort, renunciando a nuevas aventuras, añorando experiencias pasadas. Pero la oscuridad siempre gana, y al final, cuando aterrizamos, ya era de noche, aunque seis horas menos.
Calculo que el sueño pesado estará invadiendo mi cuerpo alrededor de las siete de la mañana, pero casi siempre esa es la hora en que tengo más sueño.
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